La Encomienda del Rey

Había una vez un gran reino llamado el reino de la gloria, en este reino había una pequeña provincia, la provincia de los traidores.

Esta terrible provincia se había formado hacía miles de años, en la época de la fundación del reino. El Rey había delegado la autoridad para gobernar a un pequeño pero amado súbdito suyo. Sin embargo este hombre, inconforme con su puesto, se había rebelado en contra del Rey tratando de ponerse a sí mismo como el monarca absoluto de todo y traicionando así al gran y benévolo Rey. Naturalmente, el Rey no iba a permitir tal osadía así que, muy triste, respondió desterrando al traidor de su presencia.

Fue de este modo que la provincia de los traidores fue fundada, cuando el pequeño y amado súbdito destinado a ser un honroso representante del Rey se volvió un traidor y un enemigo del reino de gloria.

Miles de años más tarde aquella provincia estaba llena de hombres, todos enseñados a odiar el Rey, a luchar contra su autoridad y a rebelarse en cada oportunidad.


Hasta que un día el Rey llamó a su amado hijo, príncipe y heredero al trono y sostuvieron esta conversación:
- Hijo, es hora de que tomes el trono públicamente, sin embargo antes deberás mostrar a ojos de todo el reino que tú eres mi digno heredero.

- ¿Cómo lo haré Padre?

- Hasta el día de hoy he sido muy paciente con los hombres de la provincia de los traidores. Sin embargo no he de soportar por más tiempo sus ofensas y rebeliones.

- Ya hemos enviado a muchos de nuestros hombres para que les adviertan que tu paciencia, oh Padre, se agota y que les es necesario buscar tu perdón y prometer lealtad a la corona. Sin embargo, han matado a cada mensajero.

- Lo sé, hijo mío. Es por ello que no voy a enviar más mensajeros... sino a ti mismo.

- ¿A mí, Padre?

-Sí... Mostrarás que tú eres el legitimo Rey realizando esta obra: Irás a la provincia de los traidores. Vivirás con ellos, crecerás con ellos, sufrirás como ellos, pero en medio de todo esto deberás mantenerte puro y fiel al reino. Deberás advertirles que mi ejercito ya está en camino contra su pequeña provincia, que el castigo por su traición no tardará mucho más, pero que aun quedan los últimos días para buscar el perdón, rendirse, tirar las armas, arrepentirse y entregarse por completo al servicio de mi reino.

- Pero Padre, ellos nos odian y sus corazones que son de piedra no pueden hacer otra cosa más que odiarnos...

- Justamente a eso irás hijo. Se muy bien que por ser quien eres ellos te aborrecerán hasta el punto de matarte. Sin embargo he seleccionado a algunos de ellos para que sean tuyos. Yo cambiaré sus corazones, ellos oirán tu voz, se rendirán y renunciarán a su rebeldía para seguirte.

- Padre ¿qué hay de la rectitud necesaria para presentarse ante tu presencia? ¿y no dice la justicia que todo traidor debe pagar por su rebelión? ¿Cómo podremos hacerlos aceptables para que regresen a con nosotros?

- Tu misma muerte será tomada como el pago por su traición y tu perfecta fidelidad y rectitud será considerada como suyas. Hijo amado, sólo de esta manera podremos salvar a algunos de ellos ¿Entiendes que es por eso que necesito que me seas fiel hasta el final en dicha provincia y que mueras sufriendo el castigo que ellos se han ganado con sus rebeliones?


- Sí Padre...

- ¿Podrás realizar esta obra hijo?

- Desearía no tener que tomar del trago amargo de tu castigo, pero que se haga tu voluntad y no la mía.

- Hijo mío, luego de esto yo te levantaré de entre los muertos como demostración pública de que tú eres el digno heredero al trono. Te exaltaré y te daré un nombre que es sobre todo nombre... ¡Te daré el trono! y toda criatura se postrará ante ti como el nuevo Rey.

- Padre mío, por el gozo que pones delante de mí, ten por seguro que podré sufrir las penas de la muerte y menospreciar el oprobio.

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